10 agosto 2006

Un día en Nueva York

Según Familitur (que no es la agencia de viajes de “Sonrisas y Lágrimas”, sino la encuesta de movimientos turísticos de los españoles), durante 2005 los residentes en España realizamos la friolera de 171,6 millones de viajes, de los cuales el 93,9% fueron dentro del territorio nacional, y el 6,1% restante al extranjero.

A los españoles nos gusta viajar… ¿o no? Nos gusta ir los fines de semana al pueblo (perdón, en “Madriz” uno va a la sierra siempre, aunque tu pueblo esté en la llanura de Ciudad Real) a beber botellines en el bar y enseñar a los paisanos el coche que nos acabamos de comprar. En Semana Santa vamos a la playa: nos chupamos un atasco de mil horas e intentamos ponernos morenos en tiempo record, para así poder lucirlo de vuelta a la oficina (y todo para evitar tener que soportar la temida pregunta: “uy, ¿no vais a salir a ningún sitiooo?”). Y en verano, más de lo mismo: pueblo, playa… o los más osados (6,1%) que también salimos al extranjero.


Y aquí comienza el componente “competición” que tiene el turismo fuera de nuestras fronteras. Uno prepara el viaje concienzudamente, guía en mano, para que una vez allí no nos dejemos nada por ver. Incluso he conocido casos de gente que se marcha teniendo ya localizadas (vía internés) las tiendas donde va a comprar regalos y hasta cuánto va a gastar en ellos.

¿Por qué planeamos tanto los recorridos y los sitios a visitar? Porque el ser humano es competitivo por naturaleza, y ninguno soportamos la pregunta del cuñado impertinente: “estuvisteis en París, ¿y no entrasteis al Louvre?”, que tienes que ir aunque no distingas a Leonardo da Vinci de Leonardo Dantés… o de tu compañera, la pija, que te dirá, “o sea, no me lo puedo creer, ¿que no fuisteis a Tiffani? ¿pues qué hicisteis en Nueva York?” o hasta el tipo del taller, donde llevas al coche, que te mirará con cara de “¿y no llevaste a la parienta al mercadillo de Camden? ayyyynnn…” que parecen todos mirarte con una mezcla de pena y desprecio como pensando: pues vaya mierda de viaje que has hecho, hija.

Y así nos programamos recorridos imposibles, que parecen los viajes de Gila cuando visitaban 14 países europeos en 7 días (“en Grecia todo roto, todo tirao por el suelo…). Que llegas al hotel agotado, con los imanes de nevera de la torre Eiffel que has comprado a precio desorbitado, con la comida típica del lugar que has ingerido en un restaurante para guiris (ahora el guiri eres tú) y cuya digestión te está destrozando las entrañas, con la caricatura que te has hecho en la plaza de turno (como diría Pablo Motos: ¿por qué eso nunca lo haces en tu ciudad?) pero con gran satisfacción por los objetivos cumplidos según la etapa programada.

Me quedo con una frase, cuyo autor no recuerdo, que decía: “dedicaría toda mi vida a viajar si me prometieran tener otra vida entera para quedarme en casa”.